Las poblaciones cordilleranas están alertadas y evitando que la actividad minera a cielo abierto siga el ritmo de expansión que ha mostrado en los últimos catorce años. El 75 por ciento de las áreas con “potencial minero” del país se encuentra sin explotar. Sumemos este dato a una legislación que abre las puertas y subsidia a los devastadores capitales mineros internacionales y una propaganda oficial que pregona las altas tasas de rentabilidad en la extracción de oro y cobre, más la “conveniencia de los bajos costos que ofrecen los servicios públicos y la mano de obra local”, todo convierte al país en “la meca” de las corporaciones mineras.
Hay muchas razones por las cuales una sociedad responsable, libre y pensante debería negarse a esta producción que tanto rememora al coloniaje con su despojo de territorios y cuerpos. Son razones como la contaminación, el despilfarro de recursos como el agua, la energía eléctrica, el escaso valor de uso de estos metales que, básicamente, se utilizan como reservas de riquezas y consumos suntuarios. Podríamos afirmar que, para muchos de nosotros, es suficiente sostener con el filósofo Iván Illich el principio de “convivencialidad” que supone el reconocimiento de ciertos límites para mantener un equilibrio ecológico, social, humano en un pacto intergeneracional. Sin embargo, somos conscientes de que esto no basta porque estamos en un mundo regido por el mercado, por los principios de eficiencia y por la tolerancia a la contaminación y a un alto costo de sufrimiento humano, en nombre de un supuesto “desarrollo”. Y, por estas razones, las poblaciones que con perseverancia se enfrentan a las grandes empresas mineras, para ganar en esta ardua batalla social, legal, cultural y política recurren a saberes técnicos de todo tipo.
En este escenario es donde el sistema universitario y científico juega un papel muy significativo, porque es uno de los pocos actores públicos que puede proveer los saberes técnicos independientes. La universidad pública podría generar un servicio de suma importancia no sólo a las localidades en disputa directa sino a todo el país que necesita conocer qué decisiones toman nuestros gobernantes en materia productiva cuando los bienes comunes están en juego. Lamentablemente, no ocurre con la minería.
El sistema universitario y científico argentino es muy amplio y sería muy injusto hablar de “la universidad” como si fuera un todo homogéneo. Sabemos que existen en las universidades grupos muy heterogéneos con diferentes posturas frente a distintos problemas. No obstante, muchas instituciones universitarias están trabajando al servicio de las corporaciones, en este caso, las grandes mineras. No es un secreto: estas relaciones se exponen como grandes logros en materia de convenios, colaboraciones, extensiones.
El resultado de esta colaboración entre transnacionales mineras y equipos universitarios y científicos deriva en un profundo desprestigio del sistema universitario en los ámbitos donde las poblaciones cordilleranas de todo el país se reúnen a intercambiar experiencias. Desprestigio y fuertes reproches que se sostienen en varias experiencias dolorosas ocurridas en estos últimos tiempos como, por ejemplo, corroborar que son universitarios con altas funciones de gestión los que integran organismos que premian a estas empresas y a sus gerentes, al mismo tiempo que la Cámara Federal de Tucumán Nº II dispone sus procesamientos por violación del artículo 55 de la Ley 24.051; porque la contaminación es un delito federal y la universidad argentina debiera saberlo. También los pobladores cuentan cómo se presentan científicos sociales para obtener información o impartir cursos que permitan a las corporaciones torcer la voluntad de estos pueblos que les niegan la “licencia social” requerida para comenzar a operar. Casos como éstos abundan en las narrativas de los pobladores con los que estoy trabajando en el marco de una investigación sobre recursos naturales.
Está comprobado que el desarrollo de la minería a cielo abierto en base a cianuro devasta los cerros, dejando espectrales cráteres; consume el agua y la energía eléctrica que se necesitan para la vida (se usa un millón de litros diarios de agua en una sola empresa), enferma a los pueblos y mata la agricultura... ¿Podemos los universitarios aducir “neutralidad” frente a esto? ¿Podemos sostener alguna conveniencia de este tipo de producción, más allá de la ganancia de las corporaciones? La función de la universidad reside en generar y sostener miradas críticas sobre toda actividad productiva sospechada de devastación, de contaminación, de no cumplir con las leyes nacionales e internacionales (en relación con las comunidades indígenas); y debe hacerlo desde visiones interdisciplinarias que son las más fértiles. Desde allí, son posibles corroboraciones y alertas de estos procesos, colaboración con la Justicia y con las organizaciones sociales; también, desde ese lugar, se pueden pensar “otros desarrollos”.
* Profesora e investigadora del Instituto Gino Germani (UBA).
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