"La acefalía es más grave
que los palos, los gases lacrimógenos
y las balas de goma"
De CatamarcaesNoticia
La jornada del lunes quedará grabada como una página negra en la historia catamarqueña, por la gravedad de los acontecimientos vividos en Andalgalá, donde terminaron pegándose entre comprovincianos, con un grado de violencia sin precedentes.
Policías apaleando mujeres y niños, vecinos destruyendo un supermercado, ataques a oficinas comerciales y edificios públicos, rostros ensangrentados, detenidos, gritos y llantos; alimentaron una revuelta popular que por encima de cualquier calificativo, debe señalarse como evitable.
Poco puede esperarse a estas alturas de los activistas de la causa, sean antimineros o promineros. Unos y otros mantienen desde hace tiempo una postura inflexible, casi incapaz de ceder un paso para dar lugar a la reflexión y al diálogo.
Son igualmente intransigentes, y lo demostraron quienes cortan las rutas al igual que aquellos que fueron capaces hasta de irrumpir en una conferencia de prensa para agredir al orador, sólo porque no pensaba igual que ellos.
Llegaron a un punto donde ya no se escuchan ni les interesa escucharse. Y el diálogo se hace imposible porque detrás de las banderas que se levantan oficialmente: defensa ambiental, desarrollo económico; se mezclan muchas otras motivaciones, peligrosamente mezcladas con los intereses personales y políticos.
Peligrosamente porque las ambiciones sectoriales, sean de la naturaleza que fueran, atentan siempre contra el debate esencial, y lo postergan indefinidamente sin que se pueda concretar ningún avance.
Existe también un gran marco de hipocresía, de desinformación, de simpatías compradas y silencios oportunos, de manipulaciones evidentes y sorderas selectivas que poco contribuyen a un análisis serio y responsable.
Con este panorama, ningún catamarqueño en su sano juicio puede sorprenderse por lo ocurrido en Andalgalá. Más aún, la única sorpresa que cabe es que estos desmanes no hayan ocurrido antes.
Pero lo imperdonable es que las autoridades provinciales, que tienen un doble rol protagónico, no hayan tenido el menor reflejo para prevenir o controlar la situación.
Es el Gobierno quien evalúa, negocia y resuelve las explotaciones, como interlocutor directo de las empresas y socio de las ganancias. Es a su vez el Gobierno quien debe velar por los intereses populares, tanto en la búsqueda de los mayores beneficios económicos como en la vigilancia de las normas de cuidado ambiental. Y es finalmente el Gobierno quien debe informar y educar a la población, garantizando controles, despejando dudas y unificando criterios.
Ese rol nunca pudo ser cumplido por las autoridades, siempre limitadas al horizonte de los gastos que permitían los ingresos mineros como fin excluyente. Jamás se asumió la total responsabilidad que la actividad implica, y no se movió un dedo por orientar, conciliar ni explicar la situación a los grupos formados.
Tanta ausencia acumulada incentivó las diferencias como un combustible, y todo explotó este lunes en Andalgalá. Torpemente, casi a escondidas, se utilizó la fuerza y la represión como único mecanismo. Un remedio peor que la enfermedad.
Mientras las calles eran un campo de batalla, no se tenían noticias del intendente, de la fiscal ni del juez. En Casa de Gobierno, no se escuchó una sola voz y concluyó la jornada sin que ningún funcionario de nivel viajara hasta el lugar de los hechos.
El Gobernador no estuvo, como no estuvo ninguna autoridad. Y el nivel de acefalía observado terminó por revelarse como más grave que los palos, los gases lacrimógenos y las balas de goma.
Porque la falta de conducción y orden, emanada de la cúpula misma del Gobierno, no fue sólo cuestión de un día agitado, sino de semanas, meses y años. El tiempo suficiente como para reconocer en esta ausencia el origen de la pueblada cuyas consecuencias se lamentan ahora. Tardíamente, inútilmente.
La jornada del lunes quedará grabada como una página negra en la historia catamarqueña, por la gravedad de los acontecimientos vividos en Andalgalá, donde terminaron pegándose entre comprovincianos, con un grado de violencia sin precedentes.
Policías apaleando mujeres y niños, vecinos destruyendo un supermercado, ataques a oficinas comerciales y edificios públicos, rostros ensangrentados, detenidos, gritos y llantos; alimentaron una revuelta popular que por encima de cualquier calificativo, debe señalarse como evitable.
Poco puede esperarse a estas alturas de los activistas de la causa, sean antimineros o promineros. Unos y otros mantienen desde hace tiempo una postura inflexible, casi incapaz de ceder un paso para dar lugar a la reflexión y al diálogo.
Son igualmente intransigentes, y lo demostraron quienes cortan las rutas al igual que aquellos que fueron capaces hasta de irrumpir en una conferencia de prensa para agredir al orador, sólo porque no pensaba igual que ellos.
Llegaron a un punto donde ya no se escuchan ni les interesa escucharse. Y el diálogo se hace imposible porque detrás de las banderas que se levantan oficialmente: defensa ambiental, desarrollo económico; se mezclan muchas otras motivaciones, peligrosamente mezcladas con los intereses personales y políticos.
Peligrosamente porque las ambiciones sectoriales, sean de la naturaleza que fueran, atentan siempre contra el debate esencial, y lo postergan indefinidamente sin que se pueda concretar ningún avance.
Existe también un gran marco de hipocresía, de desinformación, de simpatías compradas y silencios oportunos, de manipulaciones evidentes y sorderas selectivas que poco contribuyen a un análisis serio y responsable.
Con este panorama, ningún catamarqueño en su sano juicio puede sorprenderse por lo ocurrido en Andalgalá. Más aún, la única sorpresa que cabe es que estos desmanes no hayan ocurrido antes.
Pero lo imperdonable es que las autoridades provinciales, que tienen un doble rol protagónico, no hayan tenido el menor reflejo para prevenir o controlar la situación.
Es el Gobierno quien evalúa, negocia y resuelve las explotaciones, como interlocutor directo de las empresas y socio de las ganancias. Es a su vez el Gobierno quien debe velar por los intereses populares, tanto en la búsqueda de los mayores beneficios económicos como en la vigilancia de las normas de cuidado ambiental. Y es finalmente el Gobierno quien debe informar y educar a la población, garantizando controles, despejando dudas y unificando criterios.
Ese rol nunca pudo ser cumplido por las autoridades, siempre limitadas al horizonte de los gastos que permitían los ingresos mineros como fin excluyente. Jamás se asumió la total responsabilidad que la actividad implica, y no se movió un dedo por orientar, conciliar ni explicar la situación a los grupos formados.
Tanta ausencia acumulada incentivó las diferencias como un combustible, y todo explotó este lunes en Andalgalá. Torpemente, casi a escondidas, se utilizó la fuerza y la represión como único mecanismo. Un remedio peor que la enfermedad.
Mientras las calles eran un campo de batalla, no se tenían noticias del intendente, de la fiscal ni del juez. En Casa de Gobierno, no se escuchó una sola voz y concluyó la jornada sin que ningún funcionario de nivel viajara hasta el lugar de los hechos.
El Gobernador no estuvo, como no estuvo ninguna autoridad. Y el nivel de acefalía observado terminó por revelarse como más grave que los palos, los gases lacrimógenos y las balas de goma.
Porque la falta de conducción y orden, emanada de la cúpula misma del Gobierno, no fue sólo cuestión de un día agitado, sino de semanas, meses y años. El tiempo suficiente como para reconocer en esta ausencia el origen de la pueblada cuyas consecuencias se lamentan ahora. Tardíamente, inútilmente.
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